2 de julio de 2013

El uso ideológico del derecho natural

La dureza del corazón y el mordisco del fruto envenenado
Desde que Adán y Eva comieron de la manzana en el Paraíso terrenal, se instauró en el mundo la funesta manía de culpar a los demás de la propia ineficiencia: Adán acusó a Eva y ella, no teniendo otra salida, descargó su culpa sobre la serpiente. Probablemente sea éste uno de los síntomas del endurecimiento del corazón, efecto inmediato de la ingestión del fruto envenenado. Siempre tendemos a pensar que la culpa de todo está en los demás y nos sentimos incapaces de reconocer la poca o mucha parte de ella que hay en nosotros, en nuestras miserias y pecados.

Se trata de una distorsión que actúa en cada persona. En ese proceso de petrificación del corazón tendemos a sentirnos víctimas y nos convertimos en acusadores de los demás. Se trata de un proceso que a veces es patente: el corazón duro se hace insensible. Miles de gargantas pidiendo la muerte del gladiador y mostrando el pulgar tendido hacia el suelo para que el Emperador, con idéntico gesto, resuelva la ejecución del pobre infeliz que yace en el suelo. Y cuando éste es degollado, esas mismas gargantas rugen en el frenesí del placer. Pero, en muchas ocasiones, no resulta patente porque se enmascara con razones de conveniencia, de necesidad o incluso de caridad. Aquí la petrificación cordial alcanza su plenitud: es la hipocresía. Con ella, ese noble órgano deja de bombear sangre y sólo es capaz de hacer correr bilis.

Lo peor de todo no es eso. Lo peor es el contagio. Hace unos días Pilar V. Padial escribió un post titulado ¿Se contagian las periferias? y que apuntaba precisamente a este problema. La hipocresía se contagia y su efecto es letal, porque tiende a insensibilizar a todo el cuerpo social. No es casualidad que Jesús advirtiera a sus discípulos: "abrid los ojos y guardaos de la levadura de los fariseos y saduceos" (Mt 16, 6). Esa levadura es su doctrina y su actitud hipócrita, que lleva a pervertir los corazones y los endurece.

¿Qué tiene que ver todo esto con el título con el que encabezamos estas líneas? Mucho. Porque en este proceso de petrificación el corazón busca una justificación racional y noble: se apodera de la belleza de la Ley o de la Cultura o de la Naturaleza para propio ensalzamiento y en perjuicio de los demás: "En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos. Haced, pues, y observad todo lo que os digan, pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen. Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas. Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres: ensanchan las filacterias y alargan las orlas del manto; quieren el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les llame Rabbi" (Mt 23, 13).

Es un hecho innegable que la cultura occidental está sufriendo una crisis muy parecida a la que padeció el mundo antiguo, con la caída del imperio romano y la invasión de los bárbaros. En algunos países se están promulgando leyes que parecen constituir un insulto a la razón y que podrían ser compendiadas en la frase de Juan Pablo II: se está estableciendo en Occidente una cultura de la muerte.

Si seguimos el símil de la caída del mundo antiguo, los nuevos bárbaros son los seguidores de una cultura libertaria y relativista, que defiende no sólo la muerte de Dios sino también la de toda norma absoluta. El Derecho natural y la familia (que ellos llaman tradicional) habrían sido los principales enemigos a ser abatidos. Y de hecho lo están consiguiendo. ¿Quién no siente un cierto complejo de inferioridad cuando se atreve a pronunciar esa expresión clásica: el derecho natural?

En esta situación en que nos encontramos, con unos "bárbaros" que arrasan con todos los símbolos de la civilización occidental para establecer sus nuevos iconos revolucionarios, se cierne un peligro muy grave. Ya lo hemos dicho. Así como Eva señaló a la serpiente, culpándola de su desgracia; así nosotros podríamos apuntar con el dedo a estas ideologías que no parecen dejar títere con cabeza. Así haciendo, perderíamos una oportunidad de oro para reconocer nuestra gran parte de culpa. Estas doctrinas nuevas nada podrían hacer contra la sociedad si ésta hubiese gozado de salud espiritual y no estuviese gravemente enferma de la hipocresía farisaica.

¿Qué está queriendo decir el papa Francisco cuando zarandea nuestras conciencias cada mañana desde el púlpito de la capilla de Santa Marta, en el Vaticano? ¿Qué quiere decirnos cuando nos habla  "del secreto de Juan. ¿Por qué Juan es santo y no ha pecado? Porque jamás, tomó una verdad como propia. No quiso hacerse ideólogo. El hombre que se negó a sí mismo, para que la Palabra descienda. Y nosotros, como Iglesia, podemos pedir hoy la gracia de no convertirnos en una Iglesia ideologizada…”.

Salir de casa, ir a las periferias, es un viaje espiritual. El cristiano que está encerrado en las ideologías es triste, opaco, frío, cenizo, tiene cara de pepinillo en vinagre. Ante el "desmadre" que advierte en la sociedad, el cristiano puede sentirse como el hermano mayor de la parábola del padre misericordioso: "yo estoy en la Iglesia, soy bueno, cumplo con la ley de Dios natural y positiva... no soy como ese hermano mío, infiel y traidor a las tradiciones patrias". Y cada día está más convencido de lo bien que se está en casa, bien calentito y con la seguridad de la salvación prometida.

El otro día -si no me equivoco- el Papa Francisco señaló que los cristianos no podemos ser "peinadores de ovejas", sino pastores. No podríamos quedarnos tranquilos si tuviéramos una oveja perdida. ¡Cuánto menos si son noventa y nueve las que se han perdido por el camino! ¿Cómo podríamos quedarnos tranquilos en casa, acicalando la única oveja que nos queda en el redil?

Y aquí está el problema. ¿Por qué se han perdido las ovejas? ¿Qué les ha impelido a hacer caso omiso a las indicaciones del pastor?

Probablemente se podrían dar muchas razones. Pero yo querría indicar una que me parece muy importante y que dará mucho que pensar y también que debatir: HEMOS HECHO UN USO IDEOLÓGICO DEL DERECHO NATURAL. ¿Qué quiero decir con esta expresión? Muy sencillo, hemos pasado mucho tiempo sin evangelizar de verdad, hemos dejado de predicar la salvación que se encuentra en Jesucristo y la hemos sustituido con un adoctrinamiento cristiano. Hemos querido instaurar aquí el reino de Dios en la Tierra, la cristiandad, hablándoles a todos los hombres de una ley -la natural- que todos tendrían que cumplir, porque sus preceptos son universales. Llenos de razones -poderosas razones- nos hemos olvidado que el Derecho natural no puede vivirse en plenitud sin la gracia de Dios. Al igual que los fariseos, hemos impuesto pesadas cargas sobre los hombros de las gentes y nosotros no hemos movido un dedo para ayudarles a sobrellevarlas. Esta manera legalista y meramente humana de presentar el Derecho divino-natural es lisa y llanamente ideología; una ideología cristiana, mezclada con la Fe y el Evangelio, que provoca un rechazo en la sociedad en que vivimos.

Adviértase que no estamos criticando el Derecho natural, sino únicamente denunciando un uso ideológico. La trampa es sutil. Tanto el Evangelio como el Derecho natural son universales, porque se refieren a toda la Humanidad. El primero, porque los cristianos hemos sido enviados a todas las naciones para anunciarlo; el segundo, porque se trata de esas exigencias jurídicas inherentes a la naturaleza humana y derivadas de la dignidad de la persona. La razón las descubre y advierte su carácter normativo. Hasta aquí no podemos no estar de acuerdo.

El problema se presenta cuando quien descubre las exigencias de la ley natural no es ni la persona que debe cumplirlo ni tampoco el legislador que tiene a su cargo el gobierno de la sociedad, sino un espectador. Pero no un espectador que se limita a opinar acerca de lo que ve, sino que se siente obligado a acusar a los destinatarios de la ley natural: sus conciudadanos y los gobiernos. Si se tratase únicamente de aconsejar y de ayudar a unos y a otros a vivir la ley natural tampoco habría problema. Éste se presenta precisamente cuando se acusa y se pretende cargar la conciencia con el peso de los pecados derivados de la infracción de la ley natural.
El yugo, símbolo ideológico y emblemático del matrimonio

Se objetará, con razón, que el Derecho natural no es una idea, sino una exigencia intrínseca de la naturaleza humana, es decir, algo transcultural y necesario, cualquiera que sea el contexto cultural en el que nos encontremos. El derecho natural se puede imponer a los ciudadanos precisamente porque no es una idea generada en una sociedad concreta y con un alcance limitado y localizado. Precisamente por eso, los gobernantes de las naciones católicas establecían hasta hace unos decenios la vigencia de la indisolubilidad del matrimonio no sólo para los fieles católicos, sino también para todos los ciudadanos. Siendo el matrimonio indisoluble, la razón natural obligaría a establecer esta ley positiva en consonancia con la universalidad de la norma divina.

Sin embargo, el paso del tiempo nos ha dado una cierta altura para contemplar los tristes resultados del uso ideológico del derecho natural:

1. En primer lugar, se pierde de vista que la naturaleza humana no es una realidad abstracta que se pueda estudiar sin condicionamientos históricos y culturales. Y el primero de todos es elemental: estamos hablando de una naturaleza caída. La Ley de Dios no puede cumplirse íntegramente sin la ayuda de la gracia divina. El mismo Dios dispensó a Moisés y a su pueblo para que se estableciera el divorcio o repudio de la mujer, por determinadas causas. Y la razón nos la dio Jesucristo: "Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así" (Mt 19, 8). La Iglesia, en atención a la sacramentalidad del matrimonio, ha defendido esta propiedad esencial de la indisolubilidad prohibiendo el divorcio. Aquí no hay problema, porque ella tiene la obligación de custodiar la integridad de la enseñanza de su Maestro y también de legislar sobre la grey que le ha sido confiada. El problema -volvemos a repetir- se presenta cuando se hace un uso ideológico del derecho natural y se pretende imponer la prohibición a todas las sociedades, yendo ella más allá de su competencia jurisdiccional.

2. En segundo lugar, al hacer hincapié especialmente en el aspecto prohibitivo o impositivo, la doctrina de la Iglesia se presenta en la sociedad bajo una luz muy negativa. Y los cristianos que secundan ese uso ideológico creyendo inocentemente que defienden el Evangelio, hacen un flaco servicio a la Evangelización, puesto que éste perderá todo su esplendor -'Splendor veritatis"- para aparecer a los ojos y los oídos de los ciudadanos como una afrenta a su libertad y a su autonomía.

3. En tercer lugar, todas esas energías dedicadas a mantener alzado el dedo acusador o el puño amenazante se sustraen a la actividad más necesaria: evangelizar, es decir, anunciar la reconciliación y la libertad que nos ha alcanzado Cristo. El Evangelio nunca puede imponerse, porque se desnaturalizaría. Lo mismo le sucede al Derecho natural: no es una ley humana, sino divina, y Dios respeta nuestra libertad y propone su justicia al mismo tiempo que nos da su gracia para que nos dejemos transformar por ella.

4. Por último, los principales agentes de la Nueva Evangelización son los laicos titulares de los derechos de fundación divina-natural. Son ellos, los cónyuges y padres de familia, quienes lograrán esgrimir las razones para que las leyes estatales protejan sus derechos. Lo harán por vía del testimonio: pedirán que esas exigencias que ellos viven gozosamente sean reconocidas de diversas maneras por la sociedad, no sólo por el legislador, sino también a través de la cultura y del arte. Este modo de proceder no podrá ser nunca tildado de ideológico: puesto que son los mismos titulares de los derechos naturales quienes exigen un respeto y un reconocimiento legal y cultural, esa petición no pretende que las leyes se impongan a los demás.

Joan Carreras del Rincón