18 de febrero de 2011

Inmigrantes digitales

Mañana tengo una conversación con un grupo de padres de adolescentes acerca de las redes sociales. Lógicamente les preocupa el tema. No es para menos.

Afortunadamente, lo único que tengo que hacer es presentar al ponente que les ofrecerá un panorama del uso que hacen los menores de Internet.

Hay una terminología que, por lo visto, se está extendiendo en el ámbito de la educación: se considera a los hijos como "nativos digitales" y a los padres como "inmigrantes digitales". Como todos los conceptos,  no se debe de abusar de ellos. Con esos términos se quiere expresar una realidad: los niños han nacido en un mundo digital y se mueven entre los aparatos y ante la pantalla con una naturalidad admirable. Los mayores, en cambio, observan asombrados cómo van apareciendo nuevas tecnologías y algunos se preguntan cómo afrontar este problema educativo: ¿cuál debe de ser mi actitud con respecto al uso que de estas tecnologías y avances hagan mis hijos? Aquí está el quid de la cuestión. Y el concepto de inmigrante digital nos sirve para afrontarla en líneas generales.

Hay inmigrantes que no tienen ninguna intención de integrarse en el país al que han ido a vivir. Es más, tienen la intención de mantener vivas todas las tradiciones de su patria y están dispuestos a transmitirlas a sus hijos. No están dispuestos a integrarse ni ellos ni tampoco a que se integren sus hijos.

Hay inmigrantes que no están dispuestos a integrarse, pero que desean que sus hijos lo hagan. Éstos conservan los valores y las tradiciones de su país de origen y desean transmitirlas a sus hijos, pero comprenden que ellos pertenecen a un nuevo país que puede convertirse en su patria. No son excluyentes. Transmiten lo mejor que tienen, respetando la libertad de los niños para incorporar los valores de la nación en que viven.

Hay inmigrantes que no hacen ningún esfuerzo para transmitir los valores patrios a sus hijos, sino que prefieren evitar los conflictos. Fomentan la integración total de estos en la cultura que les acoge.

En el ámbito digital -salvando las muchas deficiencias que presenta esta imagen- podría decirse que estas actitudes también se producen.

Hay padres de familia que no tienen ninguna intención de que ni ellos ni sus hijos se contaminen con internet, que lo ven como un mundo hostil a sus convicciones religiosas o morales. Su política familiar es de confrontación absoluta con el mundo digital.

Hay otros padres de familia que advierten grandes dificultades para integrarse en el mundo digital, en el que siempre se consideran inmigrantes. Sin embargo, ven con muy buenos ojos que sus hijos -nativos digitales- participen todo lo que puedan en las posibilidades infinitas que les ofrecen las redes sociales.

Los primeros ven la red un mundo plagado de peligros y no están dispuestos a permitir que sus hijos queden escaldados o sucumban y que eso suceda precisamente en la propia habitación en la que viven.

Los segundos, por el contrario, no consideran que existan verdaderos peligros en la red. Ciertamente, pueden existir casos, pero no sucederán en su casa. Sus hijos son suficientemente responsables para evitar los riesgos mayores. Es más, este inmigrante digital quiere que su hijo sea y se comporte como el nativo digital que es y que aquél nunca podrá llegar a ser.

Se trata de dos posturas extremas, que a mi entender -dicho esto con todos los respetos- son equivocadas, puesto que internet forma parte importante del mundo en que vivimos. Las redes sociales son un fenómeno que ya es imparable y los adolescentes de hoy difícilmente podrán crecer al margen de las mismas.

El Magisterio de la Iglesia está actuando en los últimos años como haría un padre de familia con sus hijos. Al comprender que sus vidas van a desarrollarse también en un contexto digital, les anima a participar en los nuevos fenómenos cibernéticos y al mismo tiempo les previene de los peligros que realmente existen.

El principal peligro que puede tener un usuario de la red no se encuentran fuera de él, sino dentro, en su propio corazón y en sus concupiscencias. El educador debe enseñar al educando a descubrir dentro de él esas tendencias pecaminosas y destructivas. Este es un principio general que es aplicable a todos los ámbitos de la vida. El educador debe de enseñar que el mal produce infelicidad y que, en cambio, la santidad y la virtud son fuente de alegría y felicidad.

Si aplica este principio al mundo de internet, es lógico que el educador acompañe al educando por los distintos paisajes ayudándole a descubrir las muchas ventajas que ofrece internet para el crecimiento personal, para el fortalecimiento de las relaciones sociales y familiares e incluso para la nueva Evangelización y el testimonio cristiano. Le enseñará a ser responsable y a distinguir paulatinamente lo que sirve para esos fines y lo que, en cambio, es negativo y perturbador.

En este aprendizaje, el inmigrante digital deberá hacer un esfuerzo para no dejar solo a su hijo -nativo digital- en ese camino que efectivamente es pletórico de posibilidades tanto buenas como maléficas. Para ello podrá valerse de principios e instrumentos externos, que facilitarán esa labor: por ejemplo, procurará que su hijo o hija, menores de edad, no puedan estar solos en su habitación en las horas nocturnas con conexión a internet, sería como dejar la puerta de la calle abierta de par en par y sin vigilancia; instalará convenientemente filtros de control parental, con los que podrá hacer un seguimiento de las navegaciones de sus hijos. Pero probablemente nada será tan eficaz como el acompañamiento y el ejemplo: que los hijos vean que internet es algo bueno que sirve para cosas buenas. Sin duda, la virtud es el mejor de los filtros tanto para los menores como para los adultos.