25 de agosto de 2010

La cruz de las JMJ, en mi casa


Hace unas semanas, tuve la gran suerte de descubrir este blog y a sus componentes, y me aconsejaron escribir una entrada sobre un día todavía más afortunado para mí; el día en que la Cruz de las JMJ vino a mi casa.

He de aclarar que vivo en una finca, con una preciosa ermita de siglos atrás, y la Cruz, con todos los jóvenes que la seguían en la peregrinación, acudió a mi casa para visitar la ermita de Sant Jaume.
Antes de que llegara, mi familia y yo-junto con una amiga-nos dedicamos a prepararlo todo para cuando la Cruz viniera; es decir, decorar la ermita, limpiarlo todo, etc. Estuvimos toda la mañana preparándolo, y yo, al principio, creía que no valía la pena esforzarse tanto por una simple cruz de madera-y es algo que aún no me he acabado de perdonar, aunque tenga trece años-.
Los jóvenes, sus monitores y los sacerdotes tardaron aún en venir, pero llegaron. Y con ellos, una camioneta, donde guardaban su más preciado tesoro.
Yo había estado acompañando a la Cruz en Barcelona, cuando vino a Santa María del Mar. Lo cierto es que no sentí aquello tan especial que sintieron otros jóvenes; no pude sentir la alegría y exultación que notaba en algunas caras, ni el serio respeto de otras. Tal vez era porque yo no veía demasiado la Cruz; no podía sentirla de cerca, ni sentir a Dios acompañarla también.
Por suerte, todo aquello cambió en mi casa.
Los acompañantes de la Cruz decidieron que la familia que vivía allí era quien debía llevarla hasta el altar de la ermita. Yo acaté la tarea con una sonrisa, porque aquello sí era algo importante.
Cargaron sobre mí el peso de la Cruz, y desde aquel momento, me sentí pequeñita a su lado; me llené de sentimientos y pensamientos distintos, algunos hasta desconocidos. Ni siquiera notaba casi el peso de la madera en el hombro; sólo podía sentir a Dios cerca de mí-más cerca, quizá, de lo que haya estado nunca-. Ni se me ocurrió pensar que cargaba una simple cruz de madera; pensaba que estaba llevando el tesoro de los jóvenes, el mejor regalo del Papa, un trozo de fe que había viajado por mil lugares distintos. Fue algo realmente increíble.
Tuvimos que dejarla junto a la entrada, cuando pasó por las manos de todos los jóvenes ya dentro de la ermita, que la levantaban juntos, hasta que llegó al altar. En aquel momento era como si me hubieran quitado algo muy querido, casi necesité cogerla otra vez, pero la sensación, el pensamiento, el sentimiento que tenía segundos antes, no había desaparecido. Seguía ahí.

He aplazado el escribir esta entrada muchas veces, porque no sabía cómo explicar lo que me había sucedido, y ni siquiera ahora sé si lo he expresado bien, pero cuando revivo aquel recuerdo, la misma sensación de humildad y alegría parece que esté rodeándome.
Ojalá todos los jóvenes pudieran sentir lo mismo. Ojalá muchos más puedan coger la Cruz y sentir lo mismo que yo he sentido.