7 de agosto de 2010

EL PAPA HABLA SOBRE LA GRATUIDAD DEL AMOR DE DIOS


Mis queridos hermanos:

Aquí os dejo unas palabras bellísimas sobre el amor de Dios. Ese Dios Padre Misericordioso que nos mira de forma muy distinta a como lo hacemos nosotros. Me gustaron muchísimo estas palabras pues calaron muy dentro de mí. Es como si el Papa pusiese palabras a algo que llevaba en el corazón. Me gustaría compartirlas con vosotros para que también las disfrutéis e iluminadas por el Espíritu Santo den en todos fruto en abundancia.
“La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo” (Rm 3, 21-22)




Queridos hermanos y hermanas:


Cada año, con ocasión de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a una sincera revisión de nuestra
vida a la luz de las enseñanzas evangélicas. Este año quiero proponeros algunas reflexiones
sobre el vasto tema de la justicia, partiendo de la afirmación paulina: “La justicia de Dios se
ha manifestado por la fe en Jesucristo” (Rm 3, 21-22).
Justicia: “dare cuique suum”.
Me detengo, en primer lugar, en el significado de la palabra “justicia”, que en el lenguaje
común implica “dar a cada uno lo suyo” -“dare cuique suum”-, según la famosa expresión de
Ulpiano, un jurista romano del siglo III.


Sin embargo, esta clásica definición no aclara en realidad en qué consiste “lo suyo” que hay
que asegurar a cada uno. Aquello de lo que el hombre tiene más necesidad no se puede
garantizar por ley. Para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se
le puede conceder solo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que solo
Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle. Los bienes materiales,
ciertamente, son útiles y necesarias (es más, Jesús mismo se preocupó de curar a los
enfermos, de dar de comer a la multitud que lo seguía y sin duda condena la indiferencia que
también hoy provoca la muerte de centenares de millones de seres humanos por falta de
alimentos, de agua y de medicinas), pero la justicia “distributiva” no proporciona al ser
humano todo “lo suyo” que le corresponde. Este, además del pan y más que el pan, necesita
a Dios. Observa San Agustín: si “la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo… no
es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios” (De Civitate Dei, XIX, 21).
¿De dónde viene la injusticia?


El evangelista Marcos refiere las siguientes palabras de Jesús que si sitúan en el debate
de aquel tiempo sobre lo que es puro y lo que es impuro: “Nada hay fuera del hombre que,
entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al
hombre… Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del
corazón, de los hombres salen intenciones malas” (Mc 7,15; 20-21).
Más allá de la cuestión inmediata relativa a los alimentos, podemos ver en la reacción de
los fariseos una tentación permanente contra el hombre: la de identificar el origen del mal en
una causa exterior.


Muchas de las ideologías modernas tienen, si nos fijamos bien, este presupuesto: dado
que la injusticia viene “de fuera”, para que reine la justicia es suficiente con eliminar las
causas exteriores que impiden su puesta en práctica. Esta manera de pensar –advierte Jesúses
ingenua y miope. La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas,
tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa
convivencia con el mal. Lo reconoce amargamente el salmista: “Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre” (Sal 51, 7). Sí, el hombre es frágil a causa de un impulso
profundo, que lo mortifica en la capacidad de entrar en comunión con el prójimo. Abierto por
naturaleza al flujo del compartir, siente dentro de sí una extraña fuerza de gravedad que lo
Parroquia San Alfonso María de Ligorio . Cuaresma 2010 5
lleva a replegarse en sí mismo, a imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el
egoísmo, consecuencia de la culpa original. Adán y Eva, seducidos por la mentira de Satanás,
aferrando el misterioso fruto en contra del mandamiento divino, sustituyeron la lógica de
confiar en el Amor por la de la sospecha y la competición; la lógica del recibir, del esperar
confiados los dones del Otro, por la lógica ansiosa del aferrar y del actuar por su cuenta (Cf.
Gn 3,1-6), experimentando, como resultado, un sentimiento de inquietud y de incertidumbre.
¿Cómo puede el hombre liberarse de este impulso egoísta y abrirse al amor?


Justicia y sedaqab


En el corazón de la sabiduría de Israel, encontramos un vínculo profundo entre la fe en
Dios que “levanta del polvo al desvalido” (Sal 113, 7) y la justicia para con el prójimo. Lo
expresa bien la misma palabra que en hebreo indica la virtud de la justicia: sedaqab.
En efecto, sedaqab significa, por una parte, aceptación plena de la voluntad del Dios de
Israel; por otra, equidad, con el prójimo (Cf. Ex 20, 12-17), en especial con el pobre, el
forastero, el huérfano y la viuda (Cf. Dt 10,18-19). Pero los dos significados están
relacionados, porque dar al pobre, para el israelita, no es otra cosa que dar a Dios, que se ha
apiadado de la miseria de su pueblo, lo que le debe.


No es casualidad que el don de las tablas de la Ley de Moisés, en el Monte Sinaí, suceda
después del paso del Mar Rojo. Es decir, escuchar la Ley presupone la fe en el Dios que ha
sido el primero en “escuchar el clamor” de su pueblo y “ha bajado para liberarle de la mano
de los egipcios” (Cf. Ex 20,22).Dios está atento al grito del desdichado y como respuesta pide
que se le escuche: pide justicia con el pobre (Cf. Si 4,4-5. 8-9), el forastero (Cf. Ex 20,22), el
esclavo (Cf. Dt 15,12-18).


Por lo tanto, para entrar en la justicia es necesario salir de esa ilusión de autosuficiencia, del
profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia. En otras palabras, es
necesario un “éxodo” más profundo que el que Dios obró con Moisés, una liberación del
corazón, que la palabra de la Ley, por sí sola, no tiene el poder de realizar. ¿Existe, pues,
esperanza de justicia para el hombre?




Cristo, justicia de Dios


El anuncio cristiano responde positivamente a la sed de justicia del hombre, como afirma
el apóstol San Pablo en la Carta a los Romanos: “Ahora independientemente de la ley, la
justicia de Dios se ha manifestado...por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no
hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados
por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien Dios
exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar
su justicia” (Rm 3,21-25).


¿Cuál es, pues, la justicia de Cristo? Es, ante todo, la justicia que viene de la gracia,
donde no es el hombre que repara, se cura a sí mismo y a los demás. El hecho de que la
“propiciación” tenga lugar en la sangre de Jesús significa que no son los sacrificios del hombre
los que le libran del peso de las culpas, sino el gesto del amor de Dios que se abre hasta el
extremo, hasta aceptar en sí mismo la “maldición” que corresponde al hombre, a fin de
transmitirle, en cambio la “bendición” que corresponde a Dios (Cf. Ga 3,13-14).


Pero esto suscita enseguida una objeción: ¿qué justicia existe donde el justo muere en
lugar del culpable y el culpable recibe a cambio la bendición que corresponde al justo? ¿Cada
uno no recibe de este modo lo contrario de “lo suyo”? En realidad, aquí se manifiesta la
justicia divina, profundamente distinta de la humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo
el precio del rescate, un precio verdaderamente exorbitante. Frente a la justicia de la Cruz, el
hombre no se puede rebelar, porque de manifiesto que el hombre no es un ser autárquico,
sino que necesita de Otro para ser plenamente él mismo. Convertirse a Cristo, creer en el
Evangelio, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y
aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de
su amistad.


Se entiende, entonces, como la fe no es un hecho natural, cómodo, obvio: hace falta la
humildad para aceptar tener necesidad del Otro que me libere de lo “mío”, para darme
gratuitamente lo “suyo”. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de
la Eucaristía. Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “más
grande”, que es la del amor (Cf. Rm 13, 8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente
siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar.
Precisamente por la fuerza de esta experiencia, el cristiano se ve impulsado a contribuir
a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir según su
propia dignidad de hombres y donde la justicia sea vivificada por el amor.


Queridos hermanos y hermanas: la Cuaresma culmina en el Triduo Pascual, en el que
este año volveremos a celebrar la justicia divina, que es plenitud de caridad, de don y de
salvación. Qué este tiempo penitencial sea para todos los cristianos un tiempo de auténtica
conversión y de intenso conocimiento del misterio de Cristo, que vino para cumplir toda
justicia. Con estos sentimientos, os imparto a todos de corazón la bendición apostólica.



BENEDICTO XVI, PAPA
Vaticano, 30 de octubre de 2009